Viernes 26 de abril de 2013
Recordaba el viejo Giacomo Pavesse que en su infancia italiana entraba en casa voraz el sol, igual que habría entrado hambriento el fuego en una carpintería. Fue al final de su vida, cuando el fundador del Savoy hablaba con el gangster Tonino Fiore de la luz meridional y de aquel río a las afueras de Bari por el que deambulaba un agua lenta y masturbada, un agua antibiótica y sacramental en la que cada mañana desovaba el sol. “¡Que fértil era el polvo de entonces y que abundante resultaba la escasez!”, decía el nostálgico Pavesse. Me dijo una madrugada poco antes de morir: “Sus manos en los bolsillos eran a menudo todo el dinero que mi padre llevaba encima. Había heredado la cara de mi abuelo, que era un hombre leñoso y tranquilo que pensaba con la mente en blanco y adelgazaba al comer. Mi madre engordaba el guiso con el agua en la que hubiese enjuagado el calor nodriza de aquellas manos suyas en las que se incubaba el polluelo manuscrito de una letra tibia y menuda en la que se acurrucaban como viruta negra las hormigas. Fui muy feliz en aquel tiempo, Al, cuando tenía la mitad de la piel que tengo ahora y mi abuelo decía que en la Toscana se criaban las mariposas dentro de las nueces. Mi madre cocinaba una comida flácida, rumiante y genital en la que hervían lentamente las muecas amarillas del azafrán. Recuerdo que en el bozo de las mujeres era lencería el sudor y que el domingo por la mañana el catre de mis padres olía a una salmuera de sosa, orégano y vinagre”. Eso comentó aquella madrugada el Sr. Pavesse. Después me enseñó una foto y me dijo: “Fue durante la guerra, al final de una batalla. Dice mucho de cómo era Italia: Caídos en el suelo, los muertos; de pié, a su lado, los cadáveres de los supervivientes. Fue un domingo. Joder, Al!, en Italia siempre era domingo cualquier jueves por la tarde. Hasta que en mi juventud empeoró el tiempo y el viento se llevó por delante las banderas, las enaguas y la brisa”
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