Viernes,21 de junio de 2013
Una madrugada entró en el Savoy un tipo sin pisadas que comentó que su único pariente cercano era su propio rostro. “Ni tengo por quien llorar, ni sé de alguien a quien pueda enviarle flores”, dijo. Me pareció un tipo interesante y le invité a mi mesa en el club. Fue inútil que tratase de indagar en su vida. Le miré fijamente en un momento en el que me pareció que el sueño vencía sus ojos. Pensé que era uno de esos tipos a los que el rostro les borra la cara. Me recordó a Sonny Altobello, un tipo sin rumbo fijo que a punto de morir por un disparo les rogó a sus amigos que lo enterrasen en la lista de correos. Se parecía también a Billy Terrell, aquel fulano al que su viuda acudió a identificar en la funeraria de Jerry Mangano. Billy volvía a casa con su mujer dormida y se marchaba cuando ella empezaba a despertar. La viuda dudó si aquel era el cadáver de su marido. Entonces Jerry lo puso boca abajo y ella asintió con la cabeza. “Siento haberle molestado, señor Mangno -dijo ella- pero yo a mi marido solo le conocía bien la espalda”.
El tipo que llegó al Savoy sin pisadas no parecía muy feliz con el curso de su vida. Me regaló un autorretrato que Chester Newman reprodujo una semana más tarde en su columna del “Clarion”. Me dijo: “Nací en mitad de una mancha del mapa. Ni tengo un lugar al que volver, ni sé siquiera donde están mis muertos. La Policía me bautiza cada vez que me detiene. Durante años salí de la cárcel por la puerta que daba a la prisión siguiente. Como yo la entiendo, amigo, la vida consiste en soñar hasta quedar dormido. Me gusta el Savoy porque hay humo y las cosas suceden provisionales y borrosas, como si la vida ocurriese a lápiz”.
No sé muy bien por qué me acuerdo ahora de aquel hombre. A lo mejor es porque era uno de esos tipos que te vienen a la cabeza cada vez que te falla la memoria, como cuando al apuntarle a la niebla estás seguro de fallar el disparo.
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